“No hay más infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de sus semejantes..”. Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como Marqués de Sade, filósofo y escritor francés encarcelado y condenado a la guillotina por sus novelas. Falleció en 1814 .
No entiendo muy bien qué me está pasando, la cabeza me da vueltas y me siento extraño. Pero algo, en mi interior, me fuerza a recordar etapas de mi vida que quedan muy alejadas de mi día a día.
Siempre hubo escopetas en mi familia, desde mi infancia recuerdo colgadas de la pared dos viejas armas de sistema de percusión de “perrillos”.
El olor característico del hogar me invade en estos momentos, recuerdo el aroma a leña y aquella mesa camilla en la que la abuela Tomasa desgranaba con paciencia y ternura las judías.
La desgraciada muerte de mi madre, fruto de un parto complicado en el que mi vida le costó su propia muerte, hizo que con poco más de dos años me quedase al cuidado de mis abuelos.
Mi padre es otra historia, lejana triste o asquerosamente cruel, pero me niego a rememorar el momento en el que lo vi partir de casa con una maleta y la promesa de volver tras hacer dinero en Alemania; nunca más supimos de él.
Recuerdo el olor de cada mañana a hierba recién cortada, el sonido de los gallos y el rebuzno de Jaimito, un burro precioso que nos ayudaba a repartir las hogazas de pan.
La casa con su portalón de vieja madera, y sus dos hojas con la superior siempre abierta durante el día; recuerdo a los vecinos que religiosamente, al menos una vez por semana, entraban a comprar el pan o a traer sus bandejas para asar.
Recuerdos extraños de una niñez ya muy lejana, pero que hoy reaparecen sin buscarlos. Mi abuelo Higinio no era panadero por vocación, heredo la panadería de su padre y tras pasar parte de su juventud en Argentina, allá en la Patagonia alejado del mundo y de los seres humanos como alguna vez contó, tuvo que volver a su muerte.
Lo recuerdo callado, escondido tras su colilla eterna que colgaba de la comisura de sus labios, no era hombre de muchas palabras.
Emanaba un aire de dignidad, callado pero sabio nunca utilizó más palabras que las necesarias para hablar cuando era preciso. Una especie de espartano de las montañas de León, curioso tipo el abuelo.
Las escopetas siempre colgaron de la pared, inmutables y permanentes formaron parte de nuestra casa al igual que aquel viejo portón, el obrador o el burro Jaimito.
El abuelo tenía un extraño concepto de la educación, todo estaba ligado a determinados ciclos; y un buen día, con unos doce años si no recuerdo mal, una fría mañana del mes de octubre, me levantó de la cama a eso de las 5 de la madrugada.
“Abrígate y ponte las botas, hoy vamos a ir de caza”….de un salto me levanté, con la alegría desbordante del niño que se ve protagonista y considerado, con la ilusión de ser parte y con la satisfacción de cumplir un sueño…..por fin el abuelo me llevaría a cazar.
Dios, cómo recuerdo aquella mañana; el tazón de cerámica humeante del abuelo, mientras desayunaba sus “sopas de pan con leche”, el calor del fuego de la cocina y las dos escopetas encima de la mesa.
Parecerá estúpido pero eran tesoros para aquel niño de doce años, puertas abiertas a una iniciación tan extraordinaria como única.
Recuerdo sus palabras “nunca olvides que la escopeta no es peligrosa, el peligro está en quién la utiliza”….aquella jornada fue un hito en mi vida, una vivencia que años más tarde me acompañó persistente y que hoy vuelve a mí con más fuerza.
Trochas y senderos, hayas y robles junto a hermosos abedules, cada milímetro de bosque era un descubrimiento; un despertar a una naturaleza tan hermosa que cautivaba a aquel niño de doce años.
De aquella jornada han quedado grabadas en mi memoria sentencias absolutas del abuelo, años más tarde pude comprobar que algunas de ellas eran citas de autores consagrados en la literatura universal, “Hay quien cruza el bosque y solo ve leña para el fuego”.
Llegamos a una zona baja, muy cercana a un bosque de abedules, el abuelo me pidió que escuchase; no entendí que debía escuchar pero me mantuve en silencio, y sin mover un sólo músculo de mi cuerpo, atento a la figura de aquel hombre curtido y sorprendente.
Transcurridos minutos, o quizás horas no puedo recordarlo, me preguntó “¿ Qué has podido oír?”… me quede paralizado, preocupado y sin palabras….abuelo, respondí, no he escuchado nada más que el sonido de las hojas de los árboles.
Se sentó en un tocón, con tranquilidad, saco su tabaco de liar y con la parsimonia habitual lió un cigarrillo; se quedó mirándome a los ojos, con aquella mirada profunda y cálida, “suficiente Antonio, suficiente”.
Aquello me dejó descolocado y quise preguntar, pero acostumbrado a los silencios del abuelo no pude romper la magia del momento.
La jornada siguió entre bosques y senderos, las escopetas colgaban del hombro y no entendía por qué el abuelo no llegaba a usar la suya; llegamos a ver urogallos, escuchamos el sonido inconfundible del jabalí y el abuelo se limitaba a decirme “Observa Antonio, no dejes de observar”.
Llegamos a una pequeña laguna, un lugar escondido y maravilloso, siempre recordaré el olor a bosque y el sonido del silencio, el abuelo se sentó en las raíces de un viejo roble y con el dedo en sus labios me indicó que me mantuviese en silencio. Pasaron horas, estoy seguro … fueron horas, y de pronto del interior del bosque apareció.
Cautelosa y atenta, girando su cabeza y sin apenas hacer ruido alguno, vi aparecer una loba majestuosa; quietos en aquel viejo roble asistimos a un espectáculo único, nunca he vivido algo igual, tras ella aparecieron tres lobatos sigilosos y orejones que seguían a la madre hasta el borde de la laguna.
La madre se sumergió en la laguna, nadando con una extraordinaria facilidad, y sin hacer el menor ruido la cruzó hasta el lado opuesto en el que nos encontrábamos; los lobatos permanecían inmóviles en la orilla. Desapareció de nuestra vista durante unos minutos y reapareció llevando en la boca lo que parecía el muslo de algún corzo.
Nadando con el mismo sigilo, con una perfecta simbiosis con el agua, regresó a la orilla y tal y como apareció desapareció con sus lobatos y aquel trozo de carne en su boca.
Entrada la tarde regresamos a casa, agotado y algo confundido pero pletórico por la aventura; en la cocina me atreví a preguntarle …abuelo, ¿ pero no íbamos a cazar?…..me miró con una media sonrisa, con un brillo en sus ojos que siempre recordaré y acariciándome el pelo contestó ” Ya has cazado hijo, tu primer recuerdo imborrable”.
“¿Cree que debemos avisar a los familiares?”…..”me temo que sí, definitivamente ha entrado en un coma vegetativo irreversible”….”pero doctor….está sonriendo, este hombre sonríe”…..”enfermera, son simples actos reflejos; no indican nada más que una reacción del sistema nervioso”…”¿cuál era su nombre?….
“Antonio… doctor, se llamaba Antonio”.